Vuelo de dron sobre la Caldera de la Laguna, el Malpaís Grande hasta el Poblado de la Atalayita.

A la sombra del volcán – un día entre el pasado y la eternidad
La ruta de hoy nos lleva a través de las huellas de imponentes fuerzas naturales: desde el sombrío Malpaís Grande, pasando por el abandonado Poblado de la Atalayita, hasta el venerable pueblo pesquero de Pozo Negro, todo ello esculpido por la fuerza ancestral del volcán Caldera de la Laguna. Estos lugares cuentan en silencio la historia de un tiempo en el que el fuego y la lava trazaban los contornos de Fuerteventura, sentando las bases de la belleza única y melancólica de la isla.
Me siento sobre una enorme roca de lava y dejo que las impresiones del día resuenen en mí. Un viento salado acaricia mi piel, trayendo el aroma del mar, mezclado con el seco olor de la piedra caliente. Los rayos del sol calientan mis hombros, pero las oscuras rocas volcánicas insinúan que esta isla también tiene un lado más áspero.
Fue un día lleno de momentos silenciosos, en el que cada fibra de mi ser sintió tanto la fugacidad como la fuerza inquebrantable de la naturaleza. El día comenzó con una sensación de peso, casi de reverencia, cuando nos dirigimos hacia la Caldera de la Laguna.
Frente a mí se alza un cráter oscuro y majestuoso. La roca negra profunda parece susurrar historias de tiempos remotos. Inhalo el aire fresco y seco y escucho el viento que acaricia suavemente las rocas escarpadas. Cada piedra guarda un recuerdo: de incendios, de cataclismos que moldearon este lugar. Es como si la Tierra misma hablara en su lenguaje mudo, y yo solo pudiera escuchar en silencio.
Junto a mí, ya ocupado preparando el dron para el despegue, está mi fiel compañero en las ardientes aventuras de la vida. Siempre logra sacarme una sonrisa.
„¡Mira, un rebaño de ovejas en el cráter!“, exclama Helmuth con entusiasmo.
Se gira hacia mí con el control remoto del dron en la mano. El dron se eleva, pero una ráfaga de viento lo arrastra a un lado. Helmuth frunce el ceño, mira la pantalla, luego el cielo, luego la pantalla de nuevo. Por un momento, parece que estuviera a punto de salir corriendo tras él. Me río. Él no. Aún no.
Después de la Caldera de la Laguna, nuestro camino nos lleva a través del Malpaís Grande, una extensión interminable de lava solidificada. La vista es impresionante y, al mismo tiempo, profundamente melancólica. Ante nosotros se extiende un paisaje moldeado por la fuerza primordial de la Tierra, un testigo silencioso de tiempos pasados.
En medio de este paisaje se encuentra el Poblado de la Atalayita, un asentamiento Maho del siglo XV. Los restos de las antiguas viviendas descansan abandonados y en silencio, como si el tiempo los hubiera olvidado. Cierro los ojos e imagino cómo vivían los habitantes originales. ¿Cómo era dormir en estas austeras cabañas de piedra? En las noches, cuando el viento aullaba por los barrancos, cuando ningún fuego ahuyentaba las sombras, ¿cómo se sentía tener a la naturaleza como amiga y enemiga al mismo tiempo? Paso los dedos sobre las viejas piedras de lava, como si así pudiera captar un destello de aquellas vidas olvidadas.
Por la tarde, el camino nos lleva desde el Malpaís hasta la orilla, donde los elementos han dejado sus últimas huellas. Allí, solitaria, se erige una columna SOS, un recordatorio silencioso de que el Atlántico es indomable, impredecible y digno de respeto.
Pozo Negro, un antiguo asentamiento pesquero, parece sacado de otra época. Rodeado de viejos barcos crujientes que dormitan a la sombra de los árboles, el pueblo cuenta historias de noches tormentosas y valientes marineros. En la bahía, un moderno catamarán de vela se mece tranquilamente en las olas.
Sobre la afilada lava del Malpaís, descubro algo que capta de nuevo mi atención: diminutos caracoles marinos que se mueven lentamente sobre la rugosa superficie. Me arrodillo y los observo, fascinada por su tenacidad y su inquebrantable instinto de supervivencia. En este pequeño y aparentemente insignificante momento, me siento más cerca que nunca de la inmensidad y el silencioso milagro de la naturaleza. Los contrastes son abrumadores: la roca dura, el suave juego de las olas y el cielo frío que hace olvidar el ardiente sol. Me siento pequeña y, sin embargo, infinitamente conectada con este lugar, como si cada instante llevara en sí una eternidad.
Durante un breve paseo por el pueblo, descubrimos un bar lleno de gente: el sitio perfecto para disfrutar de una cerveza fría mientras dejamos que la vista se pierda en el mar infinito. Un pequeño "camping" improvisado, enclavado entre el paisaje árido y un área de juegos con zona de barbacoa, es testigo de la alegría y la despreocupación que, a pesar de la rudeza de la naturaleza, aquí son posibles. No muy lejos, escondidas entre rocas y suaves colinas, se encuentran pequeñas casas. Parecen sacadas de otro tiempo, sus ventanas miran en silencio hacia la inmensidad. Un leve aire de nostalgia flota en el ambiente, como si el tiempo se hubiera detenido aquí mientras el mundo allá fuera sigue su curso imparable. La gente vive en armonía con la naturaleza, cada paso, cada gesto sigue un ritmo profundo y atemporal.
El día llega a su fin y, mientras nos sentamos en la playa escuchando el murmullo del mar, me invade una sensación de paz interior. Flores y plantas florecen solitarias y olvidadas, mientras el sol poniente tiñe el cielo de un rojo ardiente. Helmuth, aún ocupado con su cámara y riéndose ocasionalmente de su propia torpeza, toma algunas últimas fotos antes de recostarse y perderse en la inmensidad del océano.
Vine aquí para ver un paisaje, pero me voy con la sensación de haber sentido un fragmento del alma de esta isla. La soledad de estos lugares no es vacío, sino una invitación a mirar hacia dentro. Fuerteventura habla en susurros. Solo hay que aprender a escuchar.
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