Arco de roca en la costa oeste cerca de La Pared
La Pared – Un día entre viento, olas y “grasa aventurera”
La Pared: costa salvaje, arena y mar. Así lo describen las guías turísticas, aunque ninguna menciona que primero hay que obligarse a salir de la cama por la mañana. Y de verdad obligarse. Hacía tiempo que no hacíamos una ruta, así que el cuerpo protestó con una mezcla de sorpresa e ironía. Aun así crecieron las ganas – al fin y al cabo, lo teníamos casi todo preparado. Solo que la batería de la cámara decidió no participar. Colgaba agotada del cargador mientras tomábamos café fingiendo que eso formaba parte del plan.
Llegamos a La Pared con sol, brisa ligera y una tranquilidad celestial. Solo los cuervos negros ya habían notado que otra vez traíamos galletas en la mochila. Uno podría equivocarse, pero estoy seguro de que llevan una lista. Empezamos a caminar y enseguida aparecieron las primeras calas solitarias, como sacadas de un libro. Preciosas, tranquilas, invitantes… y curiosamente sin surfistas. Las banderas rojas ondeaban como diciendo: “Hoy no, terrícolas.” Ya que no pensábamos bañarnos, seguimos adelante.
Llegó la parte de subir y bajar, porque los barrancos parecen creer que una ruta sin desnivel no es una ruta de verdad. Sandra comentó con una mezcla de espanto y humor seco:
“¿Esto va a ser así todo el día? Muy estrecho, muy peligroso.”
Y yo: “Anda, vamos.”
“¿Esto va a ser así todo el día? Muy estrecho, muy peligroso.”
Y yo: “Anda, vamos.”
Las rocas volcánicas y las dunas eran espectaculares, y por pura curiosidad científica me dejé deslizar por una ladera. Lástima que abajo recordé que había que subir otra vez. Arriba la pausa fue inevitable. Estaba convencido de que el oxígeno allí arriba se vendía más caro.
Y los cuervos estaban convencidos de que una pausa incluía galletas y agua. Adiós tranquilidad. Gracias, queridos pedigüeños negros.
Y los cuervos estaban convencidos de que una pausa incluía galletas y agua. Adiós tranquilidad. Gracias, queridos pedigüeños negros.
En un altiplano vimos a dos personas. Ella fotografiaba algo con mucha pasión; él solo miraba. Yo también miré… y no vi nada.
“¿Quieres acercarte?”, pregunté.
“No, qué tontería”, dijo Sandra.
“¿Quieres acercarte?”, pregunté.
“No, qué tontería”, dijo Sandra.
Cinco minutos después:
“¿Qué estarían fotografiando? Igual deberíamos…”
“¿Entonces vamos?”
“No, sigue siendo una tontería.”
“¿Qué estarían fotografiando? Igual deberíamos…”
“¿Entonces vamos?”
“No, sigue siendo una tontería.”
La conversación se repitió en bucle mientras nos alejábamos metro a metro. A veces la curiosidad es solo un concepto teórico.
El panorama era enorme. Podíamos ver desde el sur de la costa oeste hasta Ajuy en el norte. Por un momento parecía que respirábamos toda la isla. Ojos cerrados, sensores emocionales encendidos. Un bálsamo para el alma. Y un descanso para los pies.
“Madre mía, ¡la espuma del mar llega hasta aquí arriba!”, comenté.
Sandra: “No, mira… algo viene hacia nosotros.”
Sandra: “No, mira… algo viene hacia nosotros.”
Las nubes aparecieron, el viento se volvió más duro y, de repente, hacía fresco. O sea, 22 grados. Frío majorero del bueno. Ese que te hace pensar por un segundo en sacar el abrigo de invierno. Nosotros fingimos estar acostumbrados.
Decidimos acortar la ruta. No porque estuviéramos cansados, sin aliento o con algún kilo de más… no, lo nuestro fue una decisión estratégica. Cruzamos campo a través hacia el camino de vuelta, con una vista ridículamente hermosa: Atlántico a la izquierda, Atlántico a la derecha. Allí de pie, en medio, sorprendidos de nuevo: “Ah, verdad, estamos en una isla.” Y ese día, una isla desierta, porque no vimos a nadie. Probablemente los demás habían entendido mejor el pronóstico del tiempo.
Solo vimos a dos ciclistas empujando sus bicis. Arena profunda. ¿Quién espera encontrar playa con conchas en plena roca volcánica? Fuerteventura tiene su propio sentido del humor.
Casi al final del camino apareció el famoso buzón del desierto. Dicen que es para que el cartero no se pierda. O para recordarte que tú tampoco deberías perderte. Abajo ya se veía el coche. Bajamos la ladera deslizándonos y vimos a los mismos ciclistas otra vez, esta vez bufando mientras intentaban subir pedaleando. Nos miramos y sonreímos: caminar tiene sus ventajas.
Después de la aventura solo queríamos una buena parada. Y así llegamos al nuevo Bar-Café Sabor, antes Plan B. Nos recibió un amable alemán de Hamburgo – la persona, no el bocadillo – que desde hace dos meses cumple allí su sueño. Cocinero, hotelero, artista. Y se nota.
Comida, bebida, postre… todo con nivel de ciudad grande, pero a precio majorero. Un lugar que da fuerzas, despierta ganas de explorar y demuestra que Fuerteventura está llena de pequeños milagros.
Comida, bebida, postre… todo con nivel de ciudad grande, pero a precio majorero. Un lugar que da fuerzas, despierta ganas de explorar y demuestra que Fuerteventura está llena de pequeños milagros.
Consejo: El Bar-Café Sabor – merece muchísimo la pena.